Cómo debería enfrentar una sociedad democrática la baja participación electoral de las personas con menor escolarización es motivo de controversia.

Por un lado están quienes realizan un razonamiento que podríamos resumir de este modo: dado que un bajo nivel de escolarización implica un bajo nivel de pensamiento crítico y de comprensión de la información, que las personas que integran ese sector de la población tengan una tendencia alta a no votar no daña necesariamente la calidad institucional. Por el contrario, según ese razonamiento, los sistemas de voto no obligatorio que favorecen que esas personas queden fuera (por propia y libre decisión) aseguran una mayor calidad del sistema.

La argumentación a favor del voto no obligatorio , si bien está basada en la idea de libertad y en un razonamiento aparentemente incontrastable “un derecho no puede ser al mismo tiempo una obligación sin perder buena parte de su naturaleza”, tiene los “efectos colaterales” que estamos analizando: no alienta la participación y de ese modo, en los hechos, contribuye a desalentarla.

En ese sentido opera una circularidad no deseable. Alentar (posibilitándola) la baja participación de un sector socialmente desfavorecido (ya que la pobreza y la baja escolaridad son elementos íntimamente asociados) dará como resultado que los intereses de dichos sectores estén sub-representados en las instituciones y en los órganos de gobierno, lo que a su vez contribuirá a que su situación social se consolide y se reproduzca en el tiempo. En nombre de la libertad, entonces, se podría estar prohijando la desigualdad.

Y eso es precisamente lo contrario de lo que un sistema democrático debería promover.

El voto como derecho y como obligación

En realidad, afirman quienes sostienen el punto de vista contrario (entre quienes nos encontramos) el voto no obligatorio, pese a algunos aspectos positivos que no hay que desconocer o minusvalorar, es una rémora de viejas épocas en las que, como derecho, estaba limitado a los integrantes de los sectores más favorecidos de la sociedad (hombres, y por lo general blancos, por supuesto). La universalidad del voto no es del todo real si no se asegura que nadie quede por fuera de su ejercicio. Tenemos, como ciudadanos, muchísimas obligaciones que cumplimos sin que eso nos haga sentir que nuestra libertad se ha visto menoscabada.

Tener un documento con el cual se nos pueda identificar o vacunarnos contra el sarampión, por poner sólo dos ejemplos elementales son al mismo tiempo derechos y obligaciones que nadie en su sano juicio cuestiona.

Pero además, existe un argumento a favor del voto obligatorio que va más allá del acto en sí y lo contextualiza como proceso didáctico. Votando aprendemos a valorar lo que se nos ofrece o lo que se nos quita, votando aprendemos a evaluar posibilidades y a vernos a nosotros mismos como parte de conjuntos más amplios (opciones partidarias, líneas ideológicas, frentes políticos).

No nos transformamos en ciudadanos en el acto de jurar fidelidad hacia algo, sino que nuestra ciudadanía se reconfirma y se perfecciona en cada oportunidad en que ejercemos nuestros derechos, el voto incluído.

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