Rosa Sarabia: Catedrática de literatura y cultura latinoamericanas en el Departamento de Español y Portugués (Universidad de Toronto). Sus investigaciones se centran en los movimientos de vanguardia, la relación texto e imagen y la ficción detectivesca.
Cuando el signo se despierta
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Con el grito de “¡Mueran los gachupines!” el signo Malintzin/Malinche se despierta después de un letargo de tres siglos para resurgir envuelto y revuelto entre las proclamas criollas que urgían una ruptura con la metrópolis a principios del diecinueve. El concepto de patria tomó tal magnitud que en una especie de desafuero histórico se extendió anacrónicamente al momento de la conquista. Aquí se inicia la ola de descrédito que el signo absorberá hasta hoy día. Se creó una cultura nacional en la que la virgen de Guadalupe se consagró definitivamente como el arquetipo de madre de la nacionalidad mexicana, mientras que Malintzin/Malinche pasó a ser la Eva mexicana, chivo expiatorio de toda injerencia foránea que amenaza la construcción de la mexicanidad.
Xicoténcatl, novela publicada en 1826, atribuida recientemente a Félix Varela (ver Rolando Romero, “Foundational Motherhood” en Feminism, Nation and Myth: La Malinche. Houston: Arte Público Press, 2005, 42), postula la misma agenda de los discursos patrióticos. En un excelente estudio, Sandra Messinger Cypess explica las connotaciones negativas que se le otorga a doña Marina en esta narrativa: simboliza el mal, la lascivia y las desgracias que los indígenas sufrieron a raíz de la conquista. La moral, la integridad y la dignidad de doña Marina se ven afectadas en su asociación con Cortés; y movida por la corrupción y la intriga, traiciona a los indios (La Malinche in Mexican Literature. From History to Myth. Austin: U of Texas Press, 1991, 42-57).
La lealtad como una de sus virtudes principales, según Herren en su lectura de Bernal Díaz del Castillo, fue probada a fuerza de fuego ante las repetidas veces que tuvo Malinztin la oportunidad de escapar o aliarse a aquellos en hostilidad con Cortés. En los códices de la época no figura la palabra traición para identificar a Malintzin/Malinche. Pero en el siglo diecinueve, el signo gira 360 grados. De una profunda hispanofobia se pasa a la indiofilia de idealización romántica en la que civilizar al indio era asimilarlo a la ciudad liberal.
La salvadoreña Claribel Alegría en su poema “La Malinche,” crea una voz para el signo que cuestiona la invalidez de aquello que sus detractores la acusan:
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¿Qué significa para ustedes
la palabra traición?
¿Acaso no fui yo la traicionada?
…
¿Que traicioné a mi patria?
Mi patria son los míos
y me entregaron ellos
¿A quién rendirle cuentas?
¿A quién?
decidme
¿a quién?
(En Variaciones en clave de mí, 1993)
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No cabe duda de que la historia moderna de México cuenta con injerencias extranjeras de dimensión tal que obligan a comprender el sentimiento de aversión a lo foráneo. La invasión del coloso del norte comprometió a México a firmar en 1847 un convenio en que cedió más de la mitad de su territorio. Dos décadas más tarde, el insistente acoso francés terminó imponiendo al austríaco Maximiliano I como emperador en 1864. En ambos eventos, hubo partidarios y burócratas nacionales afiliados a los intereses extranjeros. La precariedad de la nacionalidad mexicana en este período es indirectamente proporcional a la fuerza negativa del signo Malintzin/Malinche. Dotarla como precursora del vendepatria constituye una miopía histórica. Anacronismo parecido aunque con valor positivo, es el de Jesús Figueroa Torres al nombrarla primera cristiana y “primera ciudadana de México” de conducta ejemplar (Doña Marina, una india ejemplar. México DF: Costa-Amic Ed., 1975, 60).
A la traición se le adosa una sexualidad desordenada, así Malintzin/Malinche es juzgada por José Olmedo y Lama en Hombres ilustres mexicanos de 1874 (México DF: Imprenta I.Cumplido, tomo II) como prostituta. Esta óptica es la que heredó en el siglo veinte, la americana Margaret Shedd, entre otros, quien en la primera línea del prólogo a su novela asegura que: “Malinche fue una puta pero dado que todo lo que hizo esta mujer fue en gran escala, así también fue su puterío … Evidentemente, traicionó a su pueblo; no pudo haber sido tan importante su participación en la Conquista si no fuera porque los traicionó”(Malinche y Cortés. New York: Doubleday & Company, 1971, xi, mi traducción).
Otro fue el caso de Ireneo Paz, el abuelo de Octavio, quien respondió a sus contemporáneos con una visión positiva de Doña Marina, llamándola como lo hizo Bernal Díaz del Castillo. Aparece como personaje secundario en su Amor y sacrificio de 1873 y protagónico en Doña Marina de 1883. Para Ireneo Paz y dentro de una estética romántica, el amor de doña Marina hacia Cortés justifica el fin de sus acciones, y su condición de madre de los mexicanos la hace sagrada. Dentro de la asociación del signo con la madre de los mexicanos, existe en el imaginario popular la fusión con el mito de la Llorona. Luis Leal explica que la diosa Cihuacóatl, hambrienta de sacrificios humanos, pasó a ser después de la conquista en aquella que llora por las noches al decir adiós a su pueblo, a sus hijos. Ambos rasgos engendraron una leyenda en que la Llorona atemoriza a los niños y llora por las noches. Relata Luis Leal que existe una versión popular en que Malinche para prevenir que Cortés se llevara a su hijo a España, acuchilló al niño en desesperación. Ella lo enterró a su lado y desde entonces su espíritu sale por las noches llorando. De ahí que el mito precolombino se fundiera con la Llorona y ésta con Malintzin/Malinche. Se desconoce el momento en que exactamente ocurrió la transferencia (“La Malinche-Llorona Dichotomy: The Evolution of a Myth,” en Feminism, Nation and Myth: La Malinche, op.cit.134-138). Acaso sea válido preguntarse si no son demasiados los cargos imputados a un solo cuerpo. Antonio Ruiz pareciera entender esta pesada carga al crear en su cuadro “El sueño de la Malinche” (1939) una Malinche sobredimensionada que soporta la historia e identidad mexicanas. Es la tierra madre que siendo indígena lleva sobre ella la mezcla impuesta por el español –plaza de toros e iglesia– que edificó sobre las ruinas de la cultura previa insinuada en la estructura piramidal de la montaña por encima de la cual yace el templo cristiano. La aparente calma de su sueño se ve amenazada por la grieta sobre el muro que es también la descarga de un relámpago.
El sueño de la Malinche. De Antonio Ruiz, 1939, óleo de 30 x 40 cm.
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Acabada la Revolución Mexicana (1910-1920), el pasado precolombino fue parte substancial del concepto de la raza cósmica promovida por José Vasconcelos, quien fuera secretario de Educación Pública y mecenas del muralismo. En los años veinte, un arte constructivo e instructivo llenó los muros de los edificios públicos. Diego Rivera reescribió la historia de su país pintando en sus frescos el desencuentro de la conquista con una estética mixta de arte renacentista y realismo socialista. Malintzin/Malinche aparece en varios de sus murales, en el Palacio Nacional, en el teatro de los Insurgentes, en el Palacio de Cortés en Cuernavaca. Terminado en 1951, “El desembarco de los españoles en Veracruz” en el Palacio Nacional representa dos épocas: la Conquista y el inicio de la Colonia. Sobre el extremo superior izquierdo se encuentra Cortés de saco púrpura, cabeza abultada por un tumor y con las rodillas hinchadas por la artritis. La deformidad física del conquistador es símbolo de su moralidad y conducta, como los personajes en las telas de Bruegel. Atrás de él se encuentran el fraile Bartolomé Olmedo bendiciendo la espada y la cruz –símbolos de la gran empresa– y Maltintzin/Malinche con los ojos bajos y las manos sobre la cara que entornada deja a la vista el cuerpo de Cuauhtémoc colgado de una soga boca abajo. La posición de Malintzin/Malinche es de clara asociación con la conquista, sin embargo, esconde su mirada de tener que ser testigo de las tribulaciones de sus pares que sufren la represión y explotación por parte de los españoles, en el uso del látigo, el hierro y la horca. En el centro de este fragmento, Cortés recibe el tributo de un colonizador para el Rey de Castilla en presencia del Recaudador, vestido de negro y con chistera. El colonizador lleva consigo una indígena que carga un niño con ojos azules, simbolizando la nueva raza. Sus ojos siguen al espectador en su recorrido visual.
Desembarco de los españoles en Veracruz. Fragmentos de mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional, patio corredor. México DF. Finalizado en 1951.
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La nómina de escritores mexicanos que recrearon a Malintzin/Malinche durante el siglo veinte y lo que va del veintiuno, es copiosa. Muchos intentan mostrar las tensiones en el interior del signo y el impacto de su herencia en la cultura contemporánea, otros simplemente vuelven a contextualizarlo en la conquista con mayor o menor grado de inventiva. Carlos Fuentes, Salvador Novo, Celestino Gorostiza, Rodolfo Usigli, Sabina Berman, Elena Garro, José Emilio Pacheco, Rosario Castellanos, Willebaldo López, Marisol Martín del Campo, Víctor Hugo Rascón Banda y Laura Esquivel son algunos nombres. Rosario Castellanos, una de las primeras feministas de México, trabajó a Malintzin/Malinche en ensayos, teatro y poesía a partir de los años sesenta. Sin duda, abrió un espacio de debate para la mujer en una sociedad cerrada y prejuiciosa, costándole ataques y “ninguneos” por parte de la intelectualidad masculina. Su poema “La Malinche” de 1972 [*] es una lectura del signo que si bien sigue los lineamientos biográficos de Bernal Díaz del Castillo en su crónica, muestra la compleja relación entre madre e hija y la complicidad de la primera en la victimización de la segunda, sin caer en la fácil polarización de los sexos. Malinche es la traicionada –en este sentido, el poema de Claribel Alegría ya mencionado sigue este modelo– y víctima de los suyos cuando la expulsan de su tierra desprovista de nombre e identidad. Para Castellanos, comprender imaginariamente este momento previo a la conquista es esencial en la configuración que del signo se haga. Por su lado, Laura Esquivel en su novela Malinche (Buenos Aires: Suma, 2006), aunque también propone una lectura en la que Malintzin/Malinche es víctima, extiende este papel al de mártir, pero mártir de sí misma. En el momento en que toma conciencia del valor de su instrumento –la lengua– en la destrucción “del imperio de Moctezuma,” la protagonista se inflige una espina en su propia lengua quedando bifurcada y rota. La prosa está más cerca de una ficha ginecológica que de la ficción poética, se narra la atracción que siente el conquistador al ver el cuerpo desnudo de la niña Malinalli en el agua, de este modo: “Sintió una gran erección y una enorme urgencia de poseerla, pero no debía, así que metió su cuerpo hasta la cintura en el agua fría para ver si le bajaba un poco la erección” (82). Y un par de páginas más adelante se registra el primer encuentro sexual entre los dos, y vuelvo a citar: “Cortés no se enteró de los relámpagos, de lo único que sabía era de la tibieza que había en el centro del cuerpo de Malinalli, de la manera en que su miembro empujaba y abría la apretada pared de la vagina de la niña”(84).
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El malinchismo como estigma cultural
De ser una referencia textual y gráfica durante el siglo XVI –corroboración de su realidad –, en el transcurso de los siglos Malintzin/Malinche se convirtió en una construcción porosa que fue absorbiendo necesidades culturales de ideologías al uso, como se vio en ejemplos arriba mencionados. No deja de sorprender y acaso sea una ironía fundamental que habiendo tenido nombres propios acompañados de tratamiento de distinción por las culturas en las que le tocó vivir, y habiendo sido la lengua su principal herramienta, haya quedado férreamente integrada en ella como sustantivo común y adjetivo –malinchismo, malinchista– de neto corte peyorativo.
En 1950, Octavio Paz publica un estudio seminal, “Los hijos de la Malinche” (El laberinto de la soledad (México DF: FCE, 1987) [**], en el que reflexiona sobre el inconsciente colectivo del ser mexicano, de su ser insondable. Mucha crítica, en especial la feminista, ha querido leer la visión de Paz sobre la identidad mexicana como opiniones que representan sus propias ideas. No cabe duda de que la interpretación de Paz es maniquea y polarizada; responde a las coordenadas ideológicas de la época. Además comete varios errores básicos cuando caracteriza a Malinche de entregarse al conquistador y pasiva por su asociación con la Chingada. Por un lado, Paz insiste en la traición de Malinche cuando analiza psicoanalíticamente el trauma del mexicano que reniega de su pasado y por eso la asocia a la madre Chingada. De ahí el malinchismo y su derivado, el malinchista, denominación que según Paz se puso de moda en la prensa de esos años para denunciar las tendencias extranjerizantes. Es un estigma. Sin embargo, Paz falla en no poner al signo en perspectiva histórica y en no desmantelar la falsía originaria de la traición. Por otro lado, le niega a Malinche su condición de esclava carente de voluntad propia, y al mismo tiempo su incuestionable colaboración y participación entre las culturas cuando habla de su entrega al conquistador y su pasividad abyecta. Paz acierta, no obstante, que tanto Malinche como Cortés son símbolos de un conflicto secreto aún sin resolver (78). Muestra de esto sea tal vez lo que sucedió con la estatua de Malinche, Cortés y Martín erigida en Coyoacan, suburbio donde vivieron conquistador y concubina luego de la caída de Tenochtitlán en 1521, tuvo que ser desmontada ante la protesta de jóvenes que se manifestaron frente al monumento en 1982, según relata Anna Lanyon en su Malinche’s Conquest (Australia: Allen & Unwin, 1999, 205).
Por extensión, el malinchismo es todo compromiso, gusto, o afiliación con lo extranjero. Así, la canción “Maldición de Malinche” compuesta por Gabino Palomares en 1975 y que canta Amparo Ochoa con cadencia plañidera, lleva en su título la reactivación del estigma:
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Hoy en pleno siglo XX
nos siguen llegando rubios
y les abrimos la casa
y los llamamos amigos
….
¡Oh! Maldición de Malinche
Enfermedad del presente
¿Cuándo dejarás mi tierra?
¿Cuándo harás libre a mi gente?
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Parecida visión es la del grupo Botellita de Jerez que en los ochenta produjo “El guacarock de la Malinche.” A la rubia –güera– oxigenada que prefiere la licuadora eléctrica al mortero, le llegará la maldición del pasado porque “Pinche Malinche lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc.” En cambio, la cantautora Thalía rescata al signo en su título “Arrasando” por haber dejado una huella en el pasado junto a Einstein, Da Vinci y Neruda. La cultura popular suele constituir un buen barómetro de las intemperancias del signo.
Según Margo Glantz, quien en contrapunteo con Paz titula su ensayo“Las hijas de la Malinche,” nota que el malinchismo se extiende en el periodismo de izquierda en los años cuarenta, bajo la presidencia de Alemán, aplicándose a la burguesía desnacionalizada (La Malinche, sus padres y sus hijos. op.cit.,199). En cambio, para Carlos Monsiváis, ya en los años treinta el vocablo hiriente se difundía en publicaciones y testimonios. Según el crítico, el término es de “índole más económica y política que espiritual.” Acierta que en la actualidad con el anacronismo de las nacionalidades y el deseo de muchos de “amanecer en el Primer Mundo,” la fórmula peyorativa pierde sentido ante los nuevos conquistadores que ya no necesitan intérpretes sino socios (“La Malinche y el Primer Mundo” en La Malinche, sus padres y sus hijos. op.cit., 145 y 147).
Contra el estigma, mucha de la reciente crítica y materia creativa sobre Malintzin/Malinche recupera positivamente el mestizaje cultural por su hibridez y pluralidad en esta era de globalización en la que prima el plurilingüismo y la errancia de demografías que transcienden los espacios nacionales. Fenómeno que para algunos estudiosos comenzó precisamente con la conquista del Nuevo Mundo. En su iluminador trabajo, Serge Gruzinski habla de la “mundalización” que se produjo en la sincronización de culturas; y da como ejemplo el contacto entre Japón y México en la temprana colonia (Les Quatre parties du monde. Histoire d’une mondialisation. Paris: Editions de La Martinière, 2004).
En efecto, el malinchismo cruza la frontera geográfica y cultural con el fenómeno inmigratorio a los Estados Unidos. Ante el dedo acusador del hombre chicano que tilda de malinchista a la mujer chicana integrada a la cultura angloamericana y a sus hombres, surgió en la década de los setenta un movimiento de chicanas cuya representatividad es hoy significativa en el campo artístico y en los estudios crítico-culturales. Se consideran “las hijas simbólicas” de Malintzin/Malinche y se identifican con ella en su aculturación, bilingüismo y lealtades divididas. Algunas de las que hacen eco del legado de Malintzin/Malinche son Cherríe Moraga, Norma Alarcón, Adelaida del Castillo, Lorna Dee Cervantes, Lorenza Calvillo Schmidt, Carmen Tafolla, Inés Hernández, Adaljiza Sosa- Riddell y Alicia Gaspar de Alba. Al transnacionalizarse su condición de otredad de raza y género, el signo Malintzin/Malinche se abre a otras identidades. Carlos Fuentes da cuenta en su relato “Malintzin de las maquilas” de 1995, de esa disolución identitaria con el ingreso de México en NAFTA (Tratado Norteamericano de Libre Comercio). Igualmente responde a este nuevo período la pieza teatral de Víctor Hugo Rascón Banda con una “Malinche” (1998) que se psicoanaliza ante el público, recitando retazos de discursos que van de las crónicas al subcomandante Marcos.
Una categoría sui generis en la que orientación sexual es sinónima de facultad intelectual es la que propone a Malintzin/Malinche como primera feminista y primera lesbiana de América. Esta interpretación pertenece a la historiadora chicana Deena J. González, quien no se basa, si acaso fuera un indicio convincente, en el “esfuerzo varonil” con el que Bernal Díaz del Castillo dotara a Malintzin/Malinche; sino que habiendo sido esta, agrega la chicana, una mujer de muchos talentos, de juicio independiente, de intensas y dramáticas cualidades, de intelecto superior y enorme autoconfianza, merece ser feminista y lesbiana (“Malinche Triangulated, Historically Speaking,” Feminism, Nation and Myth: La Malinche, op.cit. 8 y12).
Malintzin/Malinche es un signo caleidoscópico de reconfiguraciones. Es un surplus, un exceso en que los valores opuestos se yuxtaponen sin mutua cancelación. Es a la vez leal y traidora, salvadora y vendepatria, diosa y chingada, pasiva y feminista, ninfómana y lesbiana, esclava y señora de esclavas, madre devota y la Llorona. En definitiva, se trata de un signo en expansión que corre el riesgo de volatilizarse o perderse en las múltiples identidades que se le adosan. Se la domestica al extremo de convertirla en creación propia como lo revela un subtítulo: “Malinche, C’est moi!” de una reciente colección de ensayos (Feminism, Nation and Myth: La Malinche, op.cit.). La alusión flaubertiana no hace más que confirmar la fragilidad del signo Malintzin/Malinche, el que se vacía para llenarse de etiquetas ideológicas de acuerdo a quien la interprete. Es notable que la única cualidad intelectual sobresaliente de la histórica Malintzin/Malinche: su labor de traducir interpretando culturas y lenguas, quede ofuscada entre la multitud de esos valores que suelen ser contundentes a la hora de abrir juicios.
Quizá la palabra sea un medio paradójicamente viciado para quien se valió de ella para sobrevivir y encontrar un lugar en la enmarañada sociedad de su época. Dentro de la esfera creativa, el cuadro “Malinche” (1992) de la argentina Rosario Marquardt, muestra una imagen de Malintzin/Malinche que es pura lengua. La artista la retrata en su quehacer primordial. Las dos volutas y sus dos perfiles de tres cuartos asumen la tarea de intérprete en distribución de la palabra. Las miradas de sus tres ojos, exactamente iguales, encaran al espectador sin que este pueda eludirlas. Malintzin/Malinche está en control de la situación. El ojo del medio bien podría ser el de la sabiduría, a la manera de algunas culturas orientales. También podría marcar esa tercera forma que asume el mestizaje cultural por medio de su “admirable” intervención como señala Bolívar Echeverría, citado al inicio. La lagartija que lleva entre sus manos además de pertenecer a un pictograma que connota una partición temporal del calendario nahua, responde a la fauna autóctona y por extensión, la identificación de Malintzin/Malinche con su tierra. La ausencia de toda simbología materna y de toda asociación con Cortés libera al signo del malinchismo y de la Chingada. La pintura logra en su elocuencia plástica decir lo que las agotadas palabras ya no pueden.
La Malinche. De Rosario Marquardt, 1992, óleo sobre papel.
[*] Rosario Castellanos. “Malinche’
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Desde el sillón del mando mi madre dijo: “He muerto”
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Y se dejó caer, como abatida,
en los brazos del otro, usurpador, padrastro
que la sostuvo no con el respeto
que el siervo da a la majestad de reina
sino con ese abajamiento mutuo
en que se humillan ambos, los amantes, los cómplices.
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Desde la Plaza de los Intercambios
mi madre anunció: “Ha muerto.”
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La balanza
se sostuvo un instante sin moverse
y el grano de cacao quedó quieto en el arca
y el sol permanecía en la mitad del cielo
como aguardando un signo
que fue, cuando partió como una flecha,
el ay agudo de las plañideras.
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“Se deshojó la flor de muchos pétalos,
se evaporó el perfume,
se consumió la llama de la antorcha.
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Una niña regresa, escarbando, al lugar
en el que la partera depositó su ombligo.
Regresa al Sitio de los que Vivieron.
Reconoce a su padre asesinado,
ay, ay, ay, con veneno, con puñal,
con trampa ante sus pies, con lazo de horca.
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Se toman de la mano y caminan, caminan
perdiéndose en la niebla.”
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Tal era el llanto y las lamentaciones
sobre algún cuerpo anónimo; un cadáver
que no era el mío porque yo, vendida
a mercaderes, iba como esclava,
como nadie, al destierro.
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Arrojada, expulsada
del reino, del palacio y de la entraña tibia
de la que me dio a luz en tálamo legítimo
y que me aborreció porque yo era su igual
en figura y en rango
y se contempló en mí y odió su imagen
y destrozó el espejo contra el suelo.
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Yo avanzo hacia el destino entre cadenas
y dejo atrás lo que todavía escucho:
los fúnebres rumores con los que se me entierra.
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Y la voz de mi madre con lágrimas ¡con lágrimas!
que decreta mi muerte.
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(Poesía no eres tú, México: FCE, 1972, 285-287)
[**] Octavio Paz. “Los hijos de la Malinche.” (Fragmento)
Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo en que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles, cerrados. (El laberinto de la soledad [1950] México: FCE, 1987, 78).
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